La despedida

Todos esperábamos bajo aquel cielo de Marzo, era el día de la emoción, el día de la llegada. Todos los componentes del Club Colombófilo “La Estrella del Sur” estábamos esperando que llegaran las palomas mensajeras que habían sido soltadas a más de 500 kilómetros. El club cada año contrataba un camión, y este año las habían llevado nada menos que hasta la ciudad de Peniche, en Portugal, y desde allí fueron soltadas, en esa mañana de un día lluvioso.

Más tarde preguntamos al camionero qué había pasado, el hombre intentó justificarse diciendo que cinco minutos después de soltar las palomas, cuando aún se veía el parpadeo de sus alas en el aire, el cielo empezó a tronar y cayó una fuerte lluvia, tan seguida, que el limpiacristales del camión no tenía tiempo de despejar el agua para poder ver bien la carretera. Y así todo el recorrido hasta que llegó de vuelta. La lluvia constante le fue acompañando kilómetros y kilómetros.

Y ahí estaba yo también bajo la lluvia, esperando a mis palomas mensajeras, emocionado con el pensamiento de cómo esas aves con sus cuerpos pequeños tienen la maravillosa capacidad de volver a su casa, a su palomar, situado a cientos de kilómetros.

Claro está que pueden volver siempre que no haya alguna causa que se lo impida, tal como un halcón que les ataque, un cable del tendido eléctrico inadvertido con el crepúsculo, un dispara de un cazador… o una tremenda tormenta como la que ahora mismo estaba cayendo, con un cielo tan cerrado de nubes que a las palomas les era muy difícil de atravesar.

Mis temores se estaban cumpliendo, iba a ser prácticamente imposible que en este día cubierto de lluvia y de nubes llegará alguna.

Las horas iban basando y, a pesar de todo este desastre de nuestro campeonato, permanecía resignado a cubierto de la lluvia sentado en mi silla de finas tablas de madera, unas veces escrutaba el cielo gris por si aparecía una de mis palomas, otras descendía mi vista hasta el suelo y me entretenía viendo salpicar las gotas de lluvia que humedecían mis zapatos. Al rato, otra vez levantaba mi mirada hasta las nubes con la esperanza de ver llegar en ese preciso momento una paloma. Las hojas de los árboles rezumaban ya gotas de agua cristalina.

Por la tarde empezaron las llamadas de los demás socios del Club Colombófilo “La Estrella del Sur”, a nadie le habían llegado palomas, y todos preguntaban ansiosos lo mismo por teléfono:

“-¿Te ha llegado alguna-?”

El agua seguía cayendo, y en el cielo solo se veían los volúmenes opacos de las nubes que resaltaban desde un fondo gris tan oscuro que estaba cercano al negro.

“-No, todavía no me ha llegado ninguna.” Y con una esperanza, más por deseo que por convicción, les añadía: “-Pero tiene que llegar alguna.”

No lo creía. Si hubiese respondido con las manos y el rostro en contacto con la lluvia, la respuesta no hubiese sido esa. Lo tenían muy difícil, casi imposible. Tanta agua no les dejaría casi respirar. Y, ¿cómo podrían batir sus alas mojadas?

En esos pensamientos estaba cuando a lo lejos me pareció ver un leve punto que salía de las mismas nubes y que se agitaba en el cielo como los latidos de un corazón plateado.

Yo, que estaba sólo, me levanté de la silla y extendiendo mi brazo con el dedo señalando, como si me dirigiera a alguien, exclamé:

“-Es… ¡una paloma!”

Se fue acercando y agitó sus alas como un aire fresco en mi corazón. Llamé a mi mujer y la abracé llorando, “-¡Hemos ganado, hemos ganado, a nadie le ha llegado ninguna!”. Fue una emoción increíble, nunca había sentido nada igual.

La paloma llegó extenuada, y hasta que no pasó un rato no tuvo ganas de comer, la dejé tranquila y cuando por fin comió, me aproximé a ella y descubrí que no era mía.

No crean que lo que les voy a contar ahora es impostura, en absoluto: no me importó, y en vez de decepcionarme, sentí por aquella paloma admiración y cariño. Aquel día tan terrible, no llegó en toda la provincia más paloma que ella.

Los días sucesivos, cuando se calmó el temporal, fueron llegando, pero sólo ella, sin más pretensiones que su propio coraje, había desafiado semejante temporal y había vencido la tormenta, con un solo espectador casual y afortunado que el destino quiso que fuera yo.

Pasaron algunos días y mientras tanto mi nueva amiga, la campeona del temporal, iba reponiendo fuerzas en mi palomar.

Después de aquello, el primer día que les abrí la puerta del palomar para que volaran alrededor, era ya un día con sol. Mi nueva amiga salió la primera y yo con un pequeño sobresalto dije adiós. Ya no volverá. Y estuve nostálgico. Pero más tarde, cuando entraron todas, ella también estaba allí. Y así todos los días, ella salía la primera a volar con las demás y después volvía. Me sentía orgulloso de tener una paloma como ésa.

Un día de aquellos que abrí la puerta a las palomas para que fueran a volar, salieron todas menos ella, mi amiga, que se quedó un tiempo posada en la puerta mirándome. Lo comprendí. Comprendí que se despedía. Finalmente levantó el vuelo y ya nunca más volvió. Y no me importa confesar que se me cayó una lágrima y que nunca la olvidaré.

Antonio Rodríguez Parra.

Noviembre de 2001.

El relato La Despedida fue editado por su autor en noviembre de 2001. Tiene una dedicatoria a sus amigos colombófilos, a los que relaciona expresamente, amantes, -en sus palabras-, de las palomas mensajeras y de la sana emoción que hay entre la competencia de la preparación inteligente y sistemática y a veces también de la posibilidad remota de la imprevisible fortuna.

El autor tiene publicados tres libros de relatos, El Arte de Matar Dragones (1996), Cerdos Amaestrados (1998) y La Arena Amarilla (2002).


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