El descubrimiento

La vida nos ofrece en ocasiones instantes mágicos en los que descubrimos algo que desconocíamos. Adivinamos con estupor algo que hasta la fecha nos había sido vedado, o no habíamos sido capaces de ver cuando en realidad siempre estuvo ahí, delante de nuestras narices.

Recuerdo uno de mis viajes por Asia. En aquel en concreto atravesé fugazmente Laos. Fueron tan sólo unas horas. Parte del escaso tiempo que allí pasé lo hice esperando un autobús que más tarde me conduciría a Bangkok. En aquella improvisada estación de autobuses conocí a un joven monje. Estaba sentado frente a mí, e iniciamos espontáneamente una interesante conversación. Era un chico recién salido de la adolescencia, con la cabeza rapada como todos ellos y ataviado con el típico “uniforme” anaranjado que los monjes visten desde niños y que les acompaña el resto de su existencia.

Mi amigo acababa de descubrir que ya no quería ser lo que era. Detestaba lo que el destino había dibujado para él. Ser monje en estos países no se elige. Se impone. Tras confesarme su situación y las consecuencias de su condición, me confesó que estaba planeando su huida del país. Dialogamos un rato sobre aquello. Me interrogó sobre todo tipo de cuestiones sobre occidente. No era una decisión fácil desde luego. Sus ojos delataban sus pensamientos, pero la decisión estaba tomada. Era su descubrimiento.

En nuestro deporte los descubrimientos no abundan pero existen. Nos cuesta descubrirlos porque comenzamos amenazados con los prejuicios de muchos que ya están de vuelta y media de todo. El arte de descubrir exige atreverse, y no seguir exclusivamente los caminos que otros ya tomaron en el pasado. Indudablemente debe haber un equilibrio en ese camino.

Recientemente por accidente descubrí algo tan extraordinario que jamás soñé con descubrir y quiero compartirlo hoy con todos vosotros.

Antes de la revelación, un pequeño aperitivo para acomodarnos.

En más de un siglo de colombofilia no ha faltado en su maravilloso currículum un interminable torrente de pseudo descubrimientos, teorías de todo tipoy adheridos a ellas sus más acérrimos seguidores, protegiéndolas como guardianes adiestrados para la causa. Algunas tan descabelladas que insultan la inteligencia de cualquiera de nosotros. Otras basadas en conceptos más creíbles. Hay de todo. Reconozco que no soy creyente.

Las teorías responden a la necesidad humana de mesurarlo todo. Nuestra naturaleza nos impone ese peaje. La irremediable necesidad de distinguir las palomas buenas de las malas nos ha llevado a cometer verdaderas locuras durante décadas. Esa desbocada necesidad humana de acentuar qué es lo bueno sobre lo malo provoca que tratemos de hallar nuestra propia guía colombófila y olvidemos lo qué hace realmente especial a una paloma.

Las teorías son innumerables. Dadme tan sólo una parte de la anatomía de una paloma y alguien a bien seguro ya habrá edificado sobre esa pequeña porción del animal una pirámide del conocimiento.

Durante muchos años he escuchado y leído infinidad de ellas. Desde las más variopintas a las clásicas del ojo o del ala. Teorías que pasan a la posteridad de boca en boca, a otras que son plasmadas en libros al efecto.

Es indudable que una paloma debe reunir cualidades físicas para retos maratonianos, pero no es menos cierto que un corazón indomable rompe cualquier vaticinio. No, no es posible ver en una paloma más allá de lo que nos revela su mirada.

Ya sin más dilación os desvelo mi pequeño gran descubrimiento. Hace unos meses mantuve una serie de conversaciones con un colombófilo acérrimo seguidor de una serie de teorías que descifran la categoría de una paloma. Muy especialmente palomas que no eran conocidas por él. Está muy involucrado en el mundo de los derbis y se basa en ellas para escoger los pichones que envía a este tipo de eventos. Me las explicó detenidamente. Todas ellas, y aunque olvidadas en mi subconsciente, las conocía, porque salvo que a alguno se le ocurra inventar alguna nueva, las ya formuladas son todo menos un secreto. Me sorprendió el celo con el que las guardaba y también que alguien con éxito en ese tipo de eventos pudiera basarse en argumentos tan sumamente frágiles, pero me picó la curiosidad de lleno. Ésta es muy puñetera y como hice la primera vez que me revelaron algunas de estas teorías hace ya un par de lustros, me dirigí a mi palomar como un resorte a saciar mi renovado interés. Una vez allí, comencé a estudiar mis mejores voladoras, mis mejores reproductores, y traté de hacerlas pasar por el filtro de aquellas teorías. En el fondo estaba deseando que éstas fueran ciertas y confirmaran los resultados de aquellos animales, pero tras tomar en mis manos tres o cuatro palomas volví a la realidad ipso facto. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Se asemejaba más a la teoría del caos que a otra cosa. Demasiadas contradicciones.

Una lástima pensé, pues en el fondo sería francamente práctico tomar una paloma y determinar tras un breve estudio de 5, 6 segundos si aquella paloma era idónea para 500 Km o para 800 Km, si se convertiría en una formidable competidora o por el contrario en un magnífico reproductor. Afortunadamente la colombofilia carece de estas salsas.

Regresemos a mi descubrimiento. A pesar de mi inicial escepticismo mientras manoseaba palomas y más palomas tratando de corroborar alguna de aquellas confusas teorías, ya sin fe, como el que trata de reanimar a un muerto, casi por accidente, me percaté de algo que me había pasado inadvertido hasta ese día, pero que siempre estuvo allí presente ante mis ojos. No di crédito inicialmente, y rápidamente cogí más palomas para confirmar lo extraordinario de aquel descubrimiento. ¡No, no podía ser! Por casualidad acababa de descubrir una forma de catalogar palomas como buenas, malas o excepcionales en pocos segundos. ¿Cómo era aquello posible? Atentaba contra mi inteligencia y contra la lógica de las cosas, pero funcionaba. Quedé sorprendido, muy sorprendido, pero necesitaba confirmarlo cuanto antes. Todo resultaba contradictorio para mí. Mi escepticismo por este tipo de cosas se tambaleaba por momentos.

Llegados a este punto necesitaba visitar con urgencia a algún compañero para poner en práctica mi flamante teoría fuera de mis instalaciones con ejemplares que yo no conociera. Esa sería, sin duda, la prueba de fuego. Y así fue. Por el camino no dejaba de preguntarme si aquello realmente era posible. Debo confesaros que realicé dos visitas a dos colombófilos diferentes y mi % de acierto se aproximó al 100%. Alguna valoración no dio exactamente en la diana, pero una abrumadora mayoría dio en el clavo sin errores. Las personas a las que visité no daban crédito a mi ojo clínico, que ese día funcionó con precisión cuasi cirujana. Fui cauto y no di pistas de cómo lo hacía, pero me tomaron por brujo.

Tras meditarlo estas últimas semanas y como mi pasión colombófila no anda boyante, hoy he decidido algo inhabitual en nuestro pequeño mundo. Paso a revelaros mi descubrimiento. Algo así, debe conocerse.

Lo siento. Disculpadme si os he contrariado, lo lamento de verás. Sé que esperabais una nueva teoría para la colección y no un ejercicio de ironía. No, no creo en las teorías, ni en estériles descubrimientos. Si alguien descubriera algo realmente excepcional no formularía una teoría. Se lo quedaría para él. Eso no lo descarto.

La colombofilia en esencia es muy simple. Los fundamentos están todos inventados. Indudablemente ha habido avances en la alimentación, preparación de nuestros atletas, medicamentos, instalaciones y otras áreas pero sigue habiendo un abc para preparar palomas y no exige doctorarse en brujería. Tan sólo abrir los ojos y aprender a mirar de otra forma.

Las teorías colombófilas se formulan siempre con fines lucrativos, sin base real. El único fin de una teoría es vender palomas o buscar notoriedad no ganada en los campos de batalla. Una teoría podría dar cabida siendo muy generoso a una pequeña porción de la realidad, pero la resistencia, el coraje, la inteligencia o el corazón de una gran paloma son valores que resultan absolutamente determinantes y no admiten medidor alguno.

Amigos, sólo hay una teoría válida, y se llama selección en el vuelo. La búsqueda de todo colombófilo que se precie es una guerra individual, casi personal por conseguir animales excepcionales en la competición y poner a los mejores representantes en la reproducción con el objeto de reproducir copias iguales, semejantes e incluso superiores que sus antecesores. Y todo ello, únicamente la cesta ofrece la luz necesaria para obtener semejante botín. Disculpad el ejercicio de ironía de hoy. No hay magia, tan sólo SELECCIÓN. Ese es el gran descubrimiento que no debemos olvidar y sí perseguir.

Pablo Suárez Revuelta Descubre más cosas de Pablo en: elrincondepablo.com


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